junio 03, 2004

El Tiempo

Observa su reloj. Su pierna tiembla mientras su mente imagina lo que hará cuando las manecillas marquen la hora correcta. Sus manos marcadas de violencia e inseguridad anhelan sentir su cuerpo. Su boca llena de palabras que jamás podrá vomitar; y eso le provoca furia. La contempla: ¡qué inalcanzable es! Y se cuestiona su pasado con ella. Un pasado ciego y desinteresado, frío y absolutamente solo. Por su culpa, ella lloró sangre y su corazón ha quedado herido para siempre. Ahora, siente la oscuridad más intensa que nunca. Sólo quiere que lo quieran. Pero ella se ha ido y nunca más regresará. Contempla la filosidad y la soledad aumenta. Le molesta, le aturde la calma y la paz. Si pudiera atravesarlo no habría más sufrimiento. Los dragones desaparecerían de una vez por todos y la cólera se sofocaría en líquido rojo, que llenaría el recipiente de la razón. Se odia a sí mismo. No puede creer lo que ve. Los monstruos que atormentan su vivir. Está vivo, pero no le parece; sin embargo está respirando y eso es señal de una terrible realidad. Escribe sus últimas palabras despidiéndose de ella y después observa cuidadosamente el instrumento que le quitará la vida. Analiza lo que se acabará. Analiza una vida llena de paranoia. Sí. Lo hará. El metal hunde su pecho. La oscuridad ahora es bella, y camina. “No lo hagas, no lo hagas. Mi corazón te pertenece”. Él nunca escuchó. Él nunca observó. Él nunca sintió. Pero él tenía sufrimientos más allá del sentimiento y la imaginación. Y ella, nunca habló. Siempre calló. Siempre sintió.